Abul’l-Abbas Ahmad ibn Muhammad ibn Kathir al-Farghani, conocido también como Alfraganus o Alfergani, miró al cielo nocturno por última vez esa noche, entornando sus ojos antes de cerciorarse de que estaba ante la mirada de una sentencia inapelable.
Una Ra ́s no perdonaría así como así ese tipo de ofensa y mandaría ejecutar con toda su potencia luminosa la justicia divina del firmamento. Una cabeza rodaría, y una mujer tendría la recompensa de saber que otras no serían violadas por aquel salvaje. A cambio, ella no sería virgen nunca más.
Ben Samir Gandir sería ejecutado al atardecer del día siguiente siguiendo el ritual sagrado de separar la cabeza de su cuerpo de un solo tajo de espada. La yugular seguiría escupiendo sangre cuando su cabeza aún rodara por el suelo con los ojos abiertos de par en par, como no admitiendo una separación definitiva y tan traumática.
Corría el año 93 (711 d.C.) de su infiel calendario a ojos cristianos. Al-Farghani estaba considerado ya con sus cuarenta y seis años un gran observador del firmamento, un buen intérprete divino. La sabiduría cosmológica era muy apreciada y sus intérpretes gozaban del respeto de su pueblo. Conocían que había otros hombres muy avezados en la interpretación del cielo. Se decía que fuera de los límites del reino, en las regiones de Asia, habían catalogado algunas estrellas no visibles para ellos, debido a su situación geográfica más al Sur.
Por su gran dedicación, dieciséis de las estrellas visibles ya tenían el honor de haber sido bautizadas por Farghani. Solía darles nombres acordes con lo que le sugería su posición estelar dentro de la constelación, o su mayor o menor relevancia luminosa. Ra´s al-Jathi era una de ellas, y tenía la capacidad de iluminar el cielo además de servir de antorcha para los jueces de aquél desgraciado. La interpretación jurídico-estelar no daría tregua…
—¡Que le corten la cabeza!
Cuando Farghani volvió a abrir los ojos, Ra´s aún estaba ahí, completamente inapelable.
Horas más tarde, los ojos del salvaje Ben Samir se cerraban por última vez, mirando su propio cuerpo desde una perspectiva no conocida, y viéndolo ya muy, muy lejano…
«La cabeza del arrodillado» dirimía humildad por los cuatro costados.