Me rompe la piel; desgarra con sus colmillos mi carne tierna y noto cómo las vértebras de mi cuello tremolan hacia un cielo que no encuentran…, intentan en vano escapar de esa atrocidad.
Ya llega, despacio, con dulzura, llena de un dolor muy intenso, terrible. El acometimiento yugular y el esparcimiento sangriento seccionan mi alma. Un desvanecimiento se apodera de mí como con una sonrisa irónica… Me estoy muriendo.
Ya nunca más corretearé por el prado con mis hermanos, nunca veré de nuevo a mi padre lamerme el hocico, nunca disfrutaré de ese acurrucarme pegado al vientre de mi madre durmiendo tan tranquilo y confiado.
Odio esta chapuza universal, el atrevimiento caníbal, la epopeya natural llena de sangre y dolor innecesario; los matices sí necesarios de una alimentación o de una transmutación y migración de la materia; el devenir inocente truncado por la bestia y el divertimento porque sí.
He conocido la dureza física y mental, el hambre, no me destaqué por mi fragilidad y mi falta de aplomo, y no entiendo porqué me rompe, me destroza, no puedo soportarlo ya más. Es indigno de ver, de comer, de comprender, de analizar…
Nunca una chapuza tal tuvo tan dramáticas consecuencias. Es miseriosa, repulsiva, extraordinaria, agresiva, bestial, rudimentaria, complejísima, incomprensible e inaudita.
Si la creación de la vida tiene que pasar por los estadios de tal locura imaginativa, necesitaría apartarme, hundirme en el más absoluto escarnio social y cultural, y proveer una realidad natural más acorde a la esencia del bien y de un Ormuz ya decadente desde los propios albores naturales.
Parece mentira que tal creación, en sus más intrínsecos cánones de perfeccionismo analítico-genético, de evolución y de desarrollo micro-macrocósmico haya permitido que el dolor y la sangre inunden por doquier los más profundos océanos o las más recónditas selvas.
No se arregla esto haciéndose vegetariano… O es que podemos afirmar con la más absoluta rotundidad que la plantas no chillan, que no sienten dolor, que no se desavian por los trescientos sesenta grados. ¿Por qué mi paladar agradece ese sabor? ¿Por qué mejor cuanto más joven? ¡Diosss! Me duele y me repugna. Me encanta un buen plato como a todos, pero ¿tenía que ser asi? ¿No había otra forma de crear esto?
Es una chapuza, una amalgama creativa de tal índole que no parece digna de un dios, sino del envío extraterrestre asteroideo de una sociedad más avanzada que la nuestra, y que decidió quitarse lo inservible, lo atrasado, lo dramático, lo mundano, lo repulsivo y lo antisocial o antinatural para darnos un comienzo «de risa».
Si tenemos que vivir con la muerte a la vuelta de la esquina, soportar la de los demás, la de nuestras mascotas, la de todo lo vivo para dar paso a lo nuevo, ¿porqué no podía haberse hecho menos dolorosa, más placentera? Mejor si fuera innecesaria para el alimento o la supervivencia, acomodada a la innovación y a la esperanza futurible, a los patrones escalables de un progreso indoloro…
No juzgo sobre lo que tengo que comer, sino porqué tiene que ser así. No juzgo si fue Dios, sino porqué se nos hizo así. Todo el universo funciona igual, caos dentro del propio caos.
Y no lo digo yo… Ya se pensaba así en el Renacimiento. Vean:
«¿Por qué no dispuso la naturaleza que los animales no viviesen unos de la muerte de los otros?» Leonardo Da Vinci.