Pero no iba a ser fácil. Esa actitud, ese proceso de cuestionamiento es como una terapia. Me recuerda una leyenda de Diógenes, el padre de la escuela cínica (muy en boga en toda la literatura filosófica que se publica ahora junto con los estoicos). Diógenes, a pesar de vivir como un pordiosero, era un filósofo muy respetado. Hablamos del siglo III a. C. Dice la leyenda que fueron a buscarlo para pedirle consejo sobre a qué filósofo erigir una estatua y él les preguntó: “¿Pero por qué van a levantar un monumento a un filósofo que nunca puso triste a nadie?”.
Conveniente, sí; necesitaríamos hacerlo al menos una vez al día: pararnos a pensar en qué estamos haciendo, cómo lo hacemos —sea trabajo, relaciones personales… vivir la vida, en suma—, y quizá descubrir que no hacemos lo que nos proporcionaría más felicidad.
No se trata de dejar el trabajo porque no quiero trabajar, sino cómo enfocar nuestra vida para que todo fluya mejor hacia nuestra felicidad. ¡Pero mucho ojo!, el ser humano no está diseñado genéticamente para ser feliz, eso es una utopía mentirosa e intencionada que no tiene nada de verdad. El hombre está preparado para sobrevivir, no para la felicidad, pues el estado de alerta que nos mantiene vivos no es acorde con la relajación y placer de dejar que pase lo que sea (un predeterminismo mal entendido). Pero todo ello no impide que sí podamos tener momentos felices, una cena con amigos, con una persona a la que quieres, un viaje de vacaciones, una simple comida familiar en casa preparada por ti mismo.
No hay que confundirse; pensar en cómo mejorar las cosas que hacemos nos encamina hacia momentos de mayor satisfacción personal, no a la felicidad plena; eso no existe en la naturaleza porque no fuimos diseñados así, ni nosotros, ni ningún ser vivo de este planeta. Casi podríamos decir de este universo, porque el caos está presente desde el más mísero de los planetas hasta el magnetar más potente conocido.
Párate a pensar un minuto en todo lo que te rodea vitalmente… eso sí lo agradecerás.
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