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Al norte de las islas Brooklands. Año 2.263 d.C.
By Miguel M. Delicado Posted in Antropología, Escritos del Autor, Literatura on 09/01/2009
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Brooklands. Año 2263 d.C.

Al norte de las Islas Brooklands. Año 2.263 d.C.
Se asomó lentamente, con miedo y, tras efectuar dos o tres respiraciones profundas, se refugió de nuevo en la seguridad que ofrecía el interior.

Permaneció así, quieta, por un tiempo indefinido. Un tiempo que últimamente había dejado de tener el sentido habitual para cualquiera. Los días no existían, las horas no pasaban, y los minutos eran preciosos, de poder vivirlos.

Se acurrucó, desnuda como estaba junto a la pared más templada de la cueva y esperó… segura ya de que aquellas inhalaciones serían su desenlace fatal o su redención divina. Pasados unos minutos todo siguió igual, su tenue respiración, el silencio pétreo de la cueva, los siseos del viento en el exterior. Daba la sensación de que este, desde luego, no iba a ser su día de despedida final. Pese al frío, notaba algo de alivio cuando su costado rozaba la pared algo más caliente que su propio cuerpo.

Había tardado mucho en decidirse a respirar el aire exterior, tanto, que sus articulaciones empezaban a fallarle cuando intentaba erguirse o cambiar de postura. La altura de la dichosa cueva y su longitud no permitían hacer grandes logros, pero ella sabía que había sido su lugar de salvación y la respetaba profundamente, como su santuario de fortuna.

Le pareció que el sabor ácido culminaba el exterior, pero si después de ello permanecía viva, había esperanza de vida, y por ende, que su retoño que ya reclamaba a patadas salir de su vientre, pudiese ser el nuevo Dios que propiciase de nuevo vida no vegetal a una Tierra ya sentenciada por el hombre.

Cuando se produjo el cataclismo, fue de tal envergadura que los cuarenta y seis días posteriores no dejaron duda alguna de que la desaparición de la especie dinosauria en el pasado fue “pecata minuta”, comparado con lo que ocurrió este desafortunado año de 2.263 de nuestra era.

No hubieron animales corriendo, no hubo fuego, no hubieron terremotos, no se desarticularon los mares, no demostraron nada los hombres, no sirvieron de nada sus armas ni sus inventos. Nada estaba a salvo de este mal.

La vida marina tardó veintisiete días exactos en extinguirse. El último animal subacuático de todos los océanos, mares, ríos y lagos fue un camarón de poco más de 3 centímetros. Vivía a 5.320 metros de profundidad, en la Fosa de las Marianas, pues su actividad vital se desarrollaba en el chorro de una chimenea hidrotermal a 260º. Murió por congelación inmediata.

La vida se abría camino en cualquier lugar, por duras que fuesen la condiciones, pero el hombre se empeñó en destruirla y lo consiguió. Cometió un solo fallo… permitirle a ella seguir viva. O quizá fue la madre naturaleza la que dejó un pequeño resquicio…

Ni dioses ni chamanes, un simple ser terrestre determinó la continuidad de los seres vivos en la Tierra. Algunos en un futuro se preguntarían cómo fue posible que la vida partiese de la nada, pero esa misma pregunta se la habían hecho los hombres —ya extintos— desde siempre, y la mejor respuesta venía del cósmos. Ella no entendía de esas cosas. Ahora solo le preocupaba poder dar a luz cuanto antes y que su prole hallase las posibilidades de comida en las profundidades de su cueva.

Ella era, al fin y al cabo, una simple… rata.

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